Esta reforma no es la “bomba contra el empleo” que anuncian los gremios empresariales desde hace décadas cada vez que se insinúa una mejora para los trabajadores. Tampoco es, como quisieran los sectores más progresistas, la revolución social del siglo XXI. Es una corrección. Un intento de empatar a Colombia con estándares laborales del siglo XXI, donde se reconoce que trabajar no puede equivaler a sobrevivir.
Lo aprobado en tercer debate —la reducción de la jornada laboral nocturna, la recuperación del recargo dominical, la formalización gradual de trabajadores del cuidado, y la inclusión de quienes laboran para plataformas digitales— no constituye una amenaza al modelo económico, sino un ajuste largamente postergado. Colombia es uno de los países con más alta desigualdad salarial en América Latina, y parte de ese problema está en las condiciones de contratación: muchas personas no tienen contrato, no cotizan, o lo hacen como “independientes” obligados por sus empleadores.
Esta reforma también reconoce que el trabajo ha cambiado. El mundo digital, el auge del transporte por app y la economía de plataformas han creado un universo laboral paralelo, sin reglas claras, donde las grandes tecnológicas recogen beneficios mientras transfieren los riesgos al trabajador. Regular este campo no es castigar la innovación, sino evitar que se construya sobre la base de derechos erosionados.
Los detractores de la reforma se quejan de los costos, pero rara vez se detienen a pensar en los costos del no hacer nada. ¿Cuánto le cuesta al Estado la salud de un repartidor que se accidenta sin estar asegurado? ¿Cuánto pierde la sociedad cuando miles de mujeres cuidan sin salario, sin seguridad social y sin posibilidad de jubilarse?
La reforma laboral no resolverá por sí sola todos estos problemas. Pero avanza en el sentido correcto. Que no se haya eliminado el contrato sindical —una figura muchas veces usada para disfrazar la tercerización— o que no se hayan ampliado licencias como la de paternidad, refleja que aún hay sectores del Congreso atados al pasado. Sin embargo, lo logrado es sustancial: se ha puesto en el centro del debate político un tema que por años fue ignorado o delegado a tecnócratas y cámaras de comercio.
Esta es una reforma que, lejos de atentar contra el empleo, apuesta por su formalización. Una reforma que no persigue al empresario, sino que intenta equilibrar la balanza para que trabajar no sea una forma encubierta de explotación.
Colombia necesita crecer, sí. Pero necesita crecer con dignidad. Esta reforma, con sus limitaciones y logros, comienza a decir que la justicia social también pasa por la forma en que trabajamos.