El Salvador no necesita más prisiones. Lo que necesita —y lo que necesita América Latina— es una vigilancia constante sobre las tentaciones autoritarias que florecen bajo el amparo de la geopolítica. Callar ante este tipo de acuerdos sería, desde cualquier rincón del mundo, una forma de complicidad.
El Salvador, bajo la presidencia de Nayib Bukele, parece haber ingresado a una nueva fase de servidumbre geopolítica. Un reciente reportaje de Politico sugiere que durante su visita a la Casa Blanca, Bukele podría discutir un plan para ceder territorio salvadoreño al gobierno de Estados Unidos. ¿El objetivo? Reubicar prisioneros extranjeros sin necesidad de deportarlos. Una solución “creativa”, inspirada en el modelo de Guantánamo. El eufemismo diplomático apenas disimula la realidad: se está considerando convertir parte de Centroamérica en una cárcel tercerizada para Washington.
La historia ofrece un inquietante paralelismo. A principios del siglo XX, EE. UU. impulsó la Enmienda Platt para dominar la política interna de Cuba y obtuvo el control de Guantánamo con un contrato que aún persiste. En paralelo, el Secretario de Estado William Jennings Bryan intentó instalar una base naval en El Salvador. La respuesta popular fue contundente: protestas masivas, rechazo desde la prensa local y una defensa clara de la soberanía nacional. El presidente de entonces, Carlos Meléndez, resistió —no por convicciones democráticas, sino porque sabía que el costo político sería demasiado alto.
El contexto de hoy es muy distinto. Bukele gobierna con una mayoría parlamentaria dócil, una prensa en su mayoría cooptada o amordazada, y un aparato judicial sometido a su voluntad. El Salvador de 2025 no es el país que en 1913 exigía respeto desde las calles. Es un régimen que ha hecho del encarcelamiento masivo su política insignia, y que ahora podría exportar esa maquinaria represiva a cambio de legitimidad internacional o favores económicos.
Que un líder autocrático como Bukele se preste a este tipo de negociaciones no debería sorprender a nadie. Lo preocupante es el silencio de los organismos internacionales, la pasividad de buena parte del continente y la disposición de Estados Unidos a utilizar a sus “aliados” centroamericanos como zonas grises donde los derechos humanos son negociables. Las cárceles no solo encierran cuerpos, también disuelven soberanías.
Ceder territorio para que una potencia encierre personas sin el debido proceso no es solo un gesto diplomático. Es una renuncia profunda a los principios del derecho internacional, a la autodeterminación de los pueblos y a la memoria histórica. La experiencia de Guantánamo debería servir como advertencia, no como modelo. Una vez que se entrega soberanía en nombre de la conveniencia, recuperarla es casi imposible.
El Salvador no necesita más prisiones. Lo que necesita —y lo que necesita América Latina— es una vigilancia constante sobre las tentaciones autoritarias que florecen bajo el amparo de la geopolítica. Callar ante este tipo de acuerdos sería, desde cualquier rincón del mundo, una forma de complicidad.