Una consulta necesaria

Por más que se disfracen de argumentos jurídicos o formalismos constitucionales, las resistencias a la propuesta de una consulta popular sobre la reforma laboral en Colombia tienen un fondo claramente político. Y no es un fondo menor: se trata de preservar los privilegios de unos pocos frente al intento –imperfecto pero necesario– de redistribuir poder y dignidad en el mundo del trabajo.

La idea de que una reforma laboral se someta a votación popular puede parecer disruptiva en un país acostumbrado a que los grandes cambios se decidan entre pocos, en oficinas cerradas, con letra menuda negociada a espaldas de la mayoría. Pero es precisamente esa costumbre la que ha alimentado la precarización, el desempleo estructural y la informalidad que hoy golpean a millones de colombianos.

Las cifras hablan por sí solas: Según el DANE más de la mitad de los trabajadores en el país se encuentra en la informalidad. En las 13 principales ciudades, la tasa supera el 56%, y en zonas rurales alcanza niveles aún más alarmantes. Cerca del 45% de los trabajadores ocupados no tiene contrato escrito, y alrededor del 41% de los trabajadores formales gana menos de un salario mínimo. Esta no es una economía saludable: es una estructura que normaliza la exclusión.

La reforma laboral que propone el Gobierno busca precisamente responder a esta realidad. Reconoce derechos a quienes han sido sistemáticamente marginados del régimen laboral: trabajadores de plataformas digitales, empleadas del servicio doméstico, jóvenes sin contrato formal. Se estima que más de 120.000 personas trabajan hoy como domiciliarios y conductores en apps sin acceso a salud, pensión ni protección frente a accidentes. La mayoría trabaja más de 10 horas diarias por ingresos que no alcanzan el salario mínimo. ¿De verdad alguien puede argumentar que esto no amerita un cambio urgente?

Además, la reforma apunta a cerrar brechas históricas, como la de género. Las mujeres representan el 90% del trabajo doméstico remunerado en Colombia, pero más del 70% de ellas lo hace en condiciones de informalidad, sin afiliación plena a seguridad social. Este tipo de injusticia no se corrige con discursos: requiere voluntad política y herramientas legales que hoy están bloqueadas en el Congreso.

Por eso, la propuesta de llevar la reforma a una consulta popular no es un capricho populista, como alegan sus detractores, sino una respuesta democrática ante el saboteo institucional. Si las mayorías legislativas están alineadas con los intereses empresariales que quieren perpetuar el actual modelo laboral precario, entonces debe ser el pueblo quien decida.

Negarle a la ciudadanía ese derecho es, en el fondo, temerle a la democracia. ¿Por qué asumir que los colombianos no están en capacidad de decidir sobre el rumbo de sus propias condiciones laborales? Si la reforma es justa, necesaria y popular, ¿cuál es el miedo?

Este no es el final de una discusión, sino el inicio de una disputa por el sentido mismo de lo democrático. Si una reforma estructural no logra pasar por el Congreso, pero responde a una demanda ciudadana legítima, entonces corresponde al pueblo decidir.

Y ese derecho no debe ser temido: debe ser defendido.

El Objetivo

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