Los miembros del legislativo verán crecer sus ingresos hasta superar los 52 millones de pesos, con efecto retroactivo desde enero.
El aumento, avalado el 30 de abril como parte del acuerdo de negociación colectiva con los trabajadores estatales, refleja una fórmula automática que favorece a senadores y representantes gracias al enganche de sus sueldos con el promedio del Gobierno Central. Sin embargo, más allá del tecnicismo, el mensaje político es claro: mientras se aplazan, hunden o diluyen reformas sociales de fondo, el poder legislativo se asegura, año tras año, beneficios económicos desproporcionados.
El aumento habla por sí solo: los ingresos mensuales de un legislador pasarán de cerca de 48 millones a más de 52 millones de pesos. No es una cifra cualquiera: equivale a más de 37 salarios mínimos en un país donde millones sobreviven con uno solo.
El contraste también es brutal: mientras la clase política se protege con incrementos salariales automáticos y prebendas intactas, la ciudadanía ve cómo se hunden sus oportunidades de incidir en decisiones estructurales a través de mecanismos como la consulta popular. El alza, además, llega en medio del debate sobre el futuro de la reforma laboral, revivida por el congreso pero aún sin garantías de aprobación ante bloques parlamentarios que han demostrado ser impermeables a la presión social.
Este nuevo aumento no es solo un reflejo de desconexión; es un síntoma de una arquitectura institucional que reproduce privilegios mientras bloquea transformaciones. Y lo más grave no es el aumento en sí, sino lo que representa: una clase política que legisla en función propia, que se blinda mientras el país espera que por lo menos un proyecto de ley para reducir sus salarios no siga engavetándose o sepultado bajo más de cien puntos del orden del día de las plenarias del congreso.
El mensaje que siguen enviando los congresistas al país no es solo de indiferencia, sino de desprecio por el sentir ciudadano. La desconexión no es nueva, pero la paciencia social tiene límites. Si el Congreso no empieza a legislar para la nación, terminará de erosionar la ya frágil legitimidad institucional de la ciudadanía.