El solo hecho de que el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos esté considerando producir un reality show donde inmigrantes compitan por la ciudadanía revela hasta qué punto el debate migratorio ha sido secuestrado por la lógica del espectáculo.
El solo hecho de que el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos esté considerando producir un reality show donde inmigrantes compitan por la ciudadanía revela hasta qué punto el debate migratorio ha sido secuestrado por la lógica del espectáculo.
La idea del programa, originada por un productor de reality TV asociado a Duck Dynasty —un emblema del nacionalismo conservador televisivo—, no es inocente. La elección de ese universo estético, profundamente estadounidense en su versión más ruda, está cargada de un mensaje: la ciudadanía ya no es una meta alcanzable por méritos institucionales o humanos, sino una competencia por el beneplácito del espectador. Un juego en el que la empatía se convierte en rating y los derechos, en espectáculo.
Si se concretara, este experimento sería un retroceso ético alarmante, incluso bajo los estándares del sistema migratorio estadounidense, que ya carga con décadas de políticas excluyentes, cuotas raciales implícitas y detenciones arbitrarias. Convertir la obtención de ciudadanía en una carrera televisada degrada tanto la dignidad del migrante como la solemnidad del contrato social que representa la nacionalidad.
El timing también es revelador. El mandato de Kristi Noem al frente del Departamento ha estado marcado por una estrategia de alto perfil mediático, muchas veces centrada más en la construcción de imagen que en resultados institucionales. Sus visitas a cárceles de alta seguridad en El Salvador y los millonarios contratos en campañas de comunicación contra la inmigración ilegal apuntan a una política pública guiada por la lógica de las cámaras antes que por el respeto al debido proceso.
Pero el fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. También nos interpela como región. América Latina ha sido fuente, tránsito y destino de múltiples crisis migratorias en la última década. En Colombia, por ejemplo, el debate sobre integración de migrantes venezolanos se ha dado entre la desinformación, la xenofobia y la improvisación. ¿Estamos tan lejos de que algún actor político proponga algo similar en clave regional?
Aun si este programa no se concreta, el mensaje ya fue emitido: hay fuerzas políticas dispuestas a convertir la exclusión en contenido, la necesidad en espectáculo, y los derechos humanos en una suerte de “reality moral”. Y si el silencio se impone frente a ello, no será porque no lo vimos venir, sino porque nos pareció entretenido.