En medio de una nueva movilización popular, esta vez en la ciudad de Barranquilla, el presidente colombiano Gustavo Petro buscó reconfigurar el eje de su iniciativa política: de la aritmética parlamentaria al pulso callejero.
Detrás del acto masivo, que congregó a decenas de miles de personas, se dibuja una estrategia cada vez más clara: la del enfrentamiento abierto entre el Ejecutivo y los poderes tradicionales —económicos, legislativos y mediáticos— que, según Petro, bloquean el avance de sus reformas. En un lenguaje de agitación, el mandatario elevó el tono contra los grandes empresarios —“los cacaos”— y los senadores, a quienes acusó de traicionar los intereses del pueblo. Incluso dejó entrever un posible escenario de huelga indefinida, en el que, aseguró, él no estaría del lado del orden sino del pueblo movilizado.
La nueva versión de la Consulta Popular, que plantea 16 preguntas sobre derechos laborales y el sistema de salud, aparece como un intento de reposicionar el programa de gobierno en el centro del debate nacional. Lo hace, sin embargo, en un contexto adverso: la anterior versión fue archivada en el Congreso en medio de cuestionamientos jurídicos y divisiones incluso dentro de sectores que fueron aliados de Petro en la campaña de 2022.
En su discurso, el presidente evitó los tonos conciliadores. Al contrario, recurrió a una retórica cargada de confrontación y simbolismo: la traición de las élites, el pueblo que se levanta, la dignidad como consigna moral. Petro no está simplemente buscando una reforma; está diseñando un nuevo marco de legitimidad frente al orden institucional que considera agotado.
Concentración de Apoyo a la Consulta Popular en Barranquilla – Foto: Cristian Garavito.
La tesis presidencial es clara: sin movilización no hay reformas. Pero en su planteamiento emerge una tensión delicada. Al señalar que “si me van a echar por ello, estalla la revolución”, Petro sugiere que su continuidad no depende solo del marco constitucional, sino también del respaldo popular. No obstante, el presidente se cuida de no cruzar ciertos umbrales. No habla de ruptura institucional, sino de “revocatoria” democrática de los congresistas y de la necesidad de “explicar sus votos al pueblo”. Es una invitación al control popular más que una convocatoria a la insurrección.
“Colombia quiere abandonar los cien años de soledad”, dijo Petro hacia el final de su discurso, apelando al imaginario literario de Gabriel García Márquez para enmarcar su propuesta de transformación social. Pero ese tránsito hacia la modernidad democrática no parece sencillo: enfrenta no solo resistencias políticas sino también limitaciones estructurales en la administración, la economía y la institucionalidad del país.
El dilema de Petro, entonces, es el de muchos líderes progresistas en América Latina: ¿cómo avanzar en reformas redistributivas profundas dentro de regímenes democráticos diseñados para la moderación y el pacto? En el intento de responder, el mandatario colombiano ha optado por una narrativa clara: con el pueblo o contra él.
Lo que está en juego, sin embargo, no es solo la aprobación de una consulta, sino la estabilidad de una democracia que se prueba a sí misma, una vez más, en medio de la tensión entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio.
Petro estuvo acompañado de congresistas y ministros. Foto: Joel González
El discurso de Petro en Barranquilla no tardó en generar respuestas desde los distintos sectores del espectro político colombiano. Mientras sus simpatizantes celebraron la demostración de fuerza popular, varios líderes de la oposición advirtieron sobre lo que consideran un derrotero populista y una amenaza al equilibrio institucional.
Desde el Centro Democrático, el senador Miguel Uribe calificó la alocución presidencial como “una amenaza velada de ruptura del orden democrático” y pidió a la Corte Constitucional pronunciarse sobre los límites de la movilización social en relación con el Congreso. “El presidente busca imponer su voluntad por fuera de los canales institucionales”, dijo. Otros voceros opositores, como Paloma Valencia o David Luna, denunciaron un “chantaje emocional” al pueblo colombiano y afirmaron que la Consulta no puede convertirse en un “plebiscito revanchista”.
Más sutiles, los sectores de centro también mostraron preocupación. El senador Humberto de la Calle expresó que, si bien es legítimo convocar al pueblo, no lo es deslegitimar a las instituciones. “Ninguna transformación social puede hacerse contra el Congreso, sino con él. De lo contrario, no se trata de democracia, sino de voluntad de poder”, afirmó.
En el bloque progresista que apoya al Gobierno, el discurso presidencial fue recibido con entusiasmo por los sectores más cercanos al Pacto Histórico, pero con cautela por parte de fuerzas aliadas como el Partido Verde o el liberalismo independiente.
Algunos senadores del Pacto saludaron la “movilización consciente del pueblo” y defendieron el derecho del Gobierno a impulsar reformas por la vía democrática directa. Sin embargo, otros dirigentes alertaron sobre los riesgos de un discurso que podría cerrar la puerta al diálogo.
Incluso dentro del Congreso, las tensiones no son menores. La bancada alternativa que apoyó la reforma laboral original se encuentra dividida frente a los mecanismos y contenidos de la nueva Consulta. Algunos consideran que la ampliación del número de preguntas y el nuevo enfoque de salud pública podrían ser difíciles de defender jurídicamente, especialmente si no hay un pronunciamiento claro del Consejo Nacional Electoral y de la Corte Constitucional.
El resurgimiento de la Consulta Popular no ocurre en el vacío. En un contexto marcado por las denuncias contra congresistas por corrupción (caso UNGRD), la confrontación entre Petro y el Legislativo refuerza la imagen del Ejecutivo como víctima del “poder tradicional” y como único canal de las aspiraciones populares.
Esa narrativa no solo apunta a la gobernabilidad inmediata, sino también a configurar el clima electoral hacia 2026, con un electorado que podría ser movilizado a favor de una causa plebiscitaria. Como en otros momentos de la historia política latinoamericana, la consulta funciona como un termómetro y una plataforma: mide el respaldo real del presidente y le permite proyectar candidatos o partidos afines en la disputa sucesoria.
La pregunta que se abre es si la estrategia de Petro desembocará en una nueva correlación de fuerzas —en el Congreso o en la calle— o si terminará por acelerar el desgaste de su capital político. Lo cierto es que, en la actual coyuntura, la calle no es solo un espacio de expresión simbólica: es el escenario donde se juega la viabilidad de una ambición reformista que ha chocado una y otra vez con los márgenes del régimen político colombiano.