Murió el mismo día en que, hace décadas, había aprendido que a la muerte no se la esquiva, pero sí se la puede mirar a los ojos. Lo hizo cuando le dispararon seis veces. Cuando pasó más de una década encerrado en un pozo sin sol. Cuando domesticó ranas y alimentó ratones para no volverse loco. Y lo hizo ahora, con un cáncer que lo fue apagando por dentro, sin robarle el humor, ni la ternura, ni la claridad.
Se fue el hombre que vivía como hablaba. El que llegó a la presidencia de Uruguay sin traje de marca, sin prometer revoluciones imposibles, sin ocultar que lo único que tenía era una chacra, un escarabajo, una compañera —Lucía—, y una fe obstinada en el ser humano, pese a todo.
Mujica nació en Montevideo, pero era de esos que uno ubica más fácil en el campo. Tal vez por el habla lenta, el mate siempre en la mano, o por su obsesión con las plantas y los animales. Fue parte del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una guerrilla que en los años 60 decidió tomar las armas porque la democracia parecía agotada. Era joven, idealista y terco. Lo capturaron. Se fugó. Lo volvieron a capturar. Y luego vino el pozo, los años sin ver el cielo, sin escuchar su nombre. Solo un número, y la locura a la vuelta de cada día.
Cuando salió de la cárcel, en 1985, eligió no vengarse. Eligió la política. No para subirse al pedestal, sino para hacer lo que siempre creyó: que el poder sirve para algo si se usa con honestidad.
Fue diputado, senador, ministro, y finalmente presidente. Lo que sorprendía no era tanto lo que decía, sino cómo lo decía. Y sobre todo, cómo vivía. Rechazaba los escoltas, los lujos, los aviones oficiales. Donaba la mayor parte de su sueldo y seguía viviendo en su chacra, rodeado de perros, gallinas, y pasto alto.
Decía que la felicidad no venía de tener más, sino de necesitar menos. Y lo decía con una serenidad que volvía a lo esencial.
Durante su presidencia (2010–2015), Uruguay legalizó la marihuana, aprobó el matrimonio igualitario y despenalizó el aborto. Lo hizo sin gritos, sin épica revolucionaria, sin polarizar. Fue un reformista de lo concreto, no de la consigna.
Después de dejar la presidencia, Mujica siguió siendo escuchado como si aún gobernara. Se volvió un oráculo de la política global, aunque él mismo se reía del título. En la ONU, criticó el consumismo; en foros internacionales, defendió la vida sencilla. Recibía líderes del mundo en su casa sin techo de tejas, rodeado de baldes oxidados y herramientas de jardín. Y los dejaba pensando.
Una vez le preguntaron si tenía miedo de morir. Respondió: “No me preocupa morirme. Me preocupa no haber vivido”.
Vivió. Y de qué manera. Fue amado por las juventudes progresistas de medio mundo y respetado por quienes no compartían una sola de sus ideas. Porque nunca mintió sobre quién era. Porque no pedía permiso para pensar.
En los últimos años, el cáncer lo debilitó. El de esófago primero, luego la metástasis. Ya no podía alimentarse bien. Le dolía moverse. Pero no se quejaba. Se reía, con esa mezcla de tos y sabiduría, y decía que todo eso valía la pena. Que había vivido con sentido.
Su última gran aparición fue en noviembre de 2024, en el cierre de campaña de su delfín político, Yamandú Orsi, que luego ganó la presidencia. Mujica estaba feliz, aunque se notaba agotado. Habló de sobriedad, de juventud, de esperanza. Como siempre.
Cuando se confirmó su muerte, el país no lloró solo a un expresidente. Lloró a un tipo que fue, para muchos, la prueba viva de que se puede estar en el poder sin perder el alma.
“Gasté soñando, peleando, luchando. Me cagaron a palos y todo lo demás. No importa, no tengo cuentas para cobrar.”
Eso dijo, con su humor seco, en su última entrevista.
Se fue Pepe Mujica. Se fue el rebelde que eligió la política por amor, no por ambición.
El hombre que salió del pozo sin rencor.
El que murió como vivió: libre.
Pepe Mujica fue, ante todo, un hombre que vivió con coherencia. Su vida fue una enseñanza de que el poder puede y debe usarse para servir, y que la verdadera libertad no está en tener, sino en desprenderse de lo innecesario. La austeridad radical y la profunda humildad de su figura continúan siendo una referencia moral, más allá de los éxitos o fracasos políticos.