La Corte Penal Internacional (TPI) atraviesa una de las crisis más delicadas de su historia. Su fiscal jefe, el británico Karim Khan, se ha apartado temporalmente del cargo mientras la Oficina de Servicios de Supervisión Interna de Naciones Unidas concluye una investigación por presunta conducta sexual inapropiada. La medida, sin precedentes en la institución, expone la falta de mecanismos claros para remplazar al fiscal en funciones y deja al tribunal sin una figura de conducción en un momento de alta tensión política y diplomática. Dos fiscales adjuntos asumirán provisionalmente las funciones, pero el golpe institucional ya está dado.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en la Conferencia de Presidentes de las principales organizaciones judías-estadounidenses, en medio de la guerra en curso entre Israel y el grupo islamista Hamás. En Jerusalén, el 18 de febrero de 2024. © Ronen Zvulun, Reuters
El retiro de Khan ocurre cuando el TPI está involucrado en investigaciones de alto perfil con implicaciones geopolíticas. A su iniciativa, el tribunal emitió órdenes de arresto contra Vladímir Putin, por la deportación forzada de niños desde Ucrania, y contra Benjamin Netanyahu por presuntos crímenes de guerra en Gaza. Ninguno de los dos países reconoce la jurisdicción de la corte, y ambos han rechazado las acusaciones con vehemencia.
Las reacciones no se hicieron esperar. Rusia desestimó la validez del tribunal, mientras Estados Unidos —aliado histórico de Israel— reactivó sanciones contra la CPI, calificando sus decisiones como políticamente motivadas. En ese contexto, la salida de Khan puede verse como un retroceso: dilata procesos, debilita el liderazgo del tribunal y refuerza la narrativa de que la justicia internacional está politizada y es selectiva.
La Corte Penal Internacional es uno de los pilares del orden jurídico global surgido tras el fin de la Guerra Fría. Su mandato —juzgar a individuos por crímenes de guerra, lesa humanidad y genocidio— ha sido frecuentemente cuestionado por actores poderosos, pero también defendido como una conquista ética del derecho internacional.
Hoy, ese equilibrio parece tambalearse. Las potencias no signatarias del Estatuto de Roma (como Estados Unidos, Rusia, China e Israel) impugnan la legitimidad del tribunal cuando este toca sus intereses. Y los Estados parte, salvo contadas excepciones, no han alzado la voz con firmeza frente a los embates recientes.
La licencia de Khan, aunque temporal, plantea una pregunta inquietante: ¿puede sobrevivir una justicia global sin respaldo político sostenido?
Presidente Gustavo Petro y Karim Khan, fiscal jefe de la Corte Penal Internacional. Foto: Presidencia de Colombia.
En América Latina, la reacción ha sido el silencio. Ninguno de los principales gobiernos de la región —ni Brasil, ni México, ni Argentina— ha emitido pronunciamientos de alto nivel. Colombia, Estado parte desde 2002, también ha optado por la discreción. Esto, a pesar de que el país tuvo durante casi dos décadas un examen preliminar abierto por parte del TPI, cerrado en 2021 precisamente por decisión de la fiscalía que entonces ya lideraba Khan.
El silencio regional no es nuevo. La relación de los gobiernos latinoamericanos con la CPI ha sido ambivalente: han respaldado su existencia en el discurso, pero la han evitado en la práctica, sobre todo cuando las investigaciones tocan a actores estatales o podrían revivir pasados incómodos. En algunos sectores, predomina la percepción de que la corte es un instrumento del Norte Global con escasa sensibilidad al contexto del Sur.
Aun así, el multilateralismo sigue siendo una carta que los gobiernos utilizan cuando conviene. Por eso, el caso Khan no solo revela debilidades institucionales en La Haya, sino también una región que prefiere no mirar de frente a las tensiones de la justicia global.
El momento no podría ser más crítico. Con los ojos del mundo puestos sobre los crímenes de guerra en Gaza, Ucrania y otras regiones del planeta, la Corte Penal Internacional queda descabezada y bajo fuego. El Papa León XIV, en su reciente mensaje ante líderes globales, pidió regresar al multilateralismo y recordó sus raíces migrantes: un gesto simbólico que contrasta con la desconexión institucional del presente.
El Papa León XIV, durante la primera audiencia con el cuerpo diplomático de la Santa Sede, este viernes. / VATICAN MEDIA / AFP
El TPI enfrenta una prueba existencial. Su capacidad de resistir la presión política, mantener su integridad interna y sostener su legitimidad frente a los pueblos —no solo frente a los Estados— dependerá no solo de la resolución del caso Khan, sino del respaldo político que reciba de quienes aún creen que el derecho internacional puede ser más que un formalismo vacío.