A los 82 años, Biden enfrenta una enfermedad grave luego de haber abandonado la contienda por la reelección de 2024 y tras un mandato signado por logros legislativos, desafíos globales y una constante sospecha pública sobre su salud mental y física. Su caso condensa muchas de las tensiones que hoy atraviesan a la democracia estadounidense.
Joe Biden llegó a la presidencia en 2021 como una figura de unidad post-Trump. Su elección fue entendida por muchos como una apuesta de estabilidad: un político experimentado, moderado y con credenciales bipartidistas. Pero desde el inicio, su edad fue un factor incómodo.
Lo que parecía una transición ordenada y temporaria terminó convirtiéndose en una batalla prolongada por el poder, con la Casa Blanca minimizando las señales de deterioro mientras la oposición —y algunos aliados demócratas— advertían que el liderazgo del presidente estaba debilitado.
La reciente publicación de una grabación de más de cinco horas en la que Biden tiene dificultades para recordar fechas clave, incluso la muerte de su hijo Beau, ha amplificado las críticas. El informe del fiscal Robert Hur, aunque no implicó cargos, describió a un presidente con “memoria significativamente limitada”, dando un argumento narrativo poderoso a quienes sostenían que no estaba en condiciones de seguir.
El diagnóstico oncológico llega en un momento especialmente sensible. Kamala Harris, su vicepresidenta, reemplazó a Biden como candidata demócrata, pero perdió frente a Donald Trump en las presidenciales. Esa derrota abrió una fisura dentro del Partido Demócrata, con sectores progresistas reclamando mayor renovación, y moderados lamentando el vacío que dejó Biden al no poder completar la carrera.
El cáncer, aunque tratado como un dato clínico, se convierte en otro símbolo del final de una era. Una figura que se presentó como “el adulto en la sala” frente al caos trumpista, hoy aparece vulnerada física y políticamente, y su legado queda atrapado entre logros concretos y dudas persistentes.
El caso Biden también evidencia cómo la salud de los líderes, en tiempos de polarización mediática y digital, se convierte en una arena más de disputa. Lo que antes se ocultaba con pudor hoy se filtra, se graba, se analiza, se convierte en trending topic y se usa como munición electoral.
Ya no se trata solo de gobernar, sino de parecer capaz de hacerlo. Y en ese terreno, Biden perdió tanto como ganó: nunca pudo disipar del todo la percepción de fragilidad, y eso le costó credibilidad incluso entre los votantes que lo apoyaban.
El diagnóstico de Biden obliga a cerrar el capítulo con un realismo crudo. Es probable que, más allá de los tratamientos que enfrente, su figura quede desde ahora más asociada a la vulnerabilidad del poder que a la fortaleza de la democracia.
Su presidencia tuvo logros: una economía que evitó la recesión post-pandemia, leyes clave en infraestructura y clima, una política exterior que reenganchó a EE. UU. con sus aliados. Pero también deja interrogantes: ¿por qué se extendió tanto su candidatura? ¿Quién falló en reconocer los límites? ¿Qué tan transparente fue su entorno?
Biden ya no es solo un político retirado con problemas de salud. Es el espejo incómodo de una democracia que no sabe cuándo ni cómo renovar su liderazgo.