El ministro del Interior, Armando Benedetti, anunció un mensaje de urgencia e insistencia que obliga al Congreso a discutir el proyecto en menos de 30 días y a ponerlo por encima de cualquier otro en la agenda. Una jugada de presión institucional que evidencia dos cosas: la importancia simbólica de la reforma para el Ejecutivo y el desgaste político que enfrenta.
El nuevo escenario legislativo se abrió apenas un día después de que el Senado hundiera la consulta popular propuesta por el presidente Gustavo Petro. Pero, al mismo tiempo, una mayoría sorpresiva aprobó la apelación para resucitar la reforma laboral que había sido archivada por la Comisión Séptima. Ahora, el debate se traslada a la Comisión Cuarta, presidida por Angélica Lozano, quien ya publicó el calendario: el 19 de mayo arranca una audiencia pública y el objetivo es votarla antes del 30. En dos semanas se busca hacer lo que antes tomó meses sin resultados.
Lo que no está claro es si el cambio de comisión traerá una nueva correlación de fuerzas o simplemente una ruta más expedita para un debate igual de polarizado. El Gobierno parece confiar en que aquí sí tiene los votos, pero la velocidad puede jugarle en contra si la oposición logra posicionar el mensaje de improvisación o atropello legislativo.
Las tensiones institucionales ya son evidentes. En la sesión en la que se reactivó el trámite de la reforma, Benedetti acusó directamente al presidente del Senado, Efraín Cepeda, y al secretario general, Diego González, de haber incurrido en presuntos delitos, como modificar un voto afirmativo por negativo. No es un cruce menor: refleja el nivel de confrontación entre el Ejecutivo y el Legislativo, que se agrava justo cuando el Gobierno más necesita construir alianzas.
Más allá de las formas, lo que está en juego es el capital político del Gobierno para empujar una de sus reformas bandera. La estrategia de apelar y acelerar el trámite muestra que el Ejecutivo no quiere resignarse a perder, pero también que está dispuesto a tensar las reglas del Congreso para lograrlo. Es una apuesta riesgosa: si gana, demuestra fuerza; si pierde, expone su debilidad.
Lo que viene ahora será una carrera contra el tiempo, contra la oposición y contra las dudas sobre la legitimidad del proceso. La reforma laboral podría avanzar, pero no necesariamente como símbolo de gobernabilidad, sino como resultado de una ofensiva a contrarreloj. Y en política, eso también tiene costos.