El anuncio de Diosdado Cabello, ministro de Relaciones Interiores de Venezuela, formulado a seis días de los comicios para gobernadores y diputados regionales, levanta múltiples interrogantes: ¿es una medida de seguridad o una maniobra política? ¿Se trata de una amenaza real o de una narrativa prefabricada para reforzar el control interno y reforzar el discurso de enemigo externo?
Cabello aseguró que 38 personas fueron detenidas, algunas con explosivos y supuestos planes para atacar “embajadas, hospitales y figuras del gobierno”. Acusó directamente a sectores opositores como María Corina Machado (a quien identificó como parte del complot), y vinculó el financiamiento de la presunta operación con redes de narcotráfico colombiano, mencionando a expresidentes Álvaro Uribe e Iván Duque.
Este patrón no es nuevo: en momentos clave del calendario político venezolano, el gobierno suele denunciar complots externos vinculados a Colombia y al narcotráfico. La narrativa no solo permite justificar medidas de excepción —como el cierre de vuelos— sino también reforzar el control sobre la seguridad interna y la opinión pública en momentos electorales.
La medida de suspender vuelos entre ambos países representa un golpe para la reapertura progresiva de relaciones bilaterales que se había venido dando desde el regreso de embajadores en 2022. Aunque no se trata aún de una ruptura formal, sí implica un retroceso en los canales de conectividad e intercambio que empezaban a reactivarse, sobre todo en el plano comercial y fronterizo.
La decisión también pone al gobierno de Gustavo Petro en una posición incómoda: si reacciona con dureza, arriesga dañar los esfuerzos de diálogo; si guarda silencio, puede ser leído como tolerancia a una narrativa que lo vincula, indirectamente, a conspiraciones criminales.
La activación del Plan República y la patrullaje nacional por parte de la Guardia Nacional y cuerpos policiales indica que el gobierno busca blindar la jornada electoral. Cabello habla de un intento por “evitar que haya elecciones”, pero lo cierto es que la narrativa de sabotaje externo puede servir más para reforzar la legitimidad del aparato de seguridad que para alertar sobre una amenaza real.
En un contexto donde la oposición tradicional se encuentra debilitada y con sus principales figuras inhabilitadas, el oficialismo se juega su capacidad de mostrar músculo territorial. La tensión interna necesita enemigos visibles.
La suspensión de vuelos también afecta directamente a la diáspora venezolana, muchos de cuyos miembros residen en Colombia. La interrupción del tráfico aéreo podría dejar a miles de personas varadas o sin posibilidad de retornar para votar o visitar a sus familias. Este daño colateral es uno más en la ya compleja relación binacional, marcada por la migración masiva, los intereses comerciales y el control de la frontera.
Con este movimiento, el gobierno de Nicolás Maduro envía un mensaje dentro y fuera del país: en Venezuela, las urnas no se abren sin que el chavismo controle cada metro del terreno. La suspensión de vuelos no es solo una medida de seguridad: es parte del relato de un poder que necesita enemigos para seguir cohesionando a su base y deslegitimando a sus críticos.
Pero también pone a prueba la frágil estabilidad con Colombia, y obliga a la comunidad internacional a observar, una vez más, cómo las elecciones en Venezuela se desarrollan bajo vigilancia, sospecha y con el cielo cerrado.