El expresidente, de 82 años, recibió la confirmación médica el pasado viernes, según su equipo, y se encuentra evaluando opciones de tratamiento. Pero no fue el contenido del parte médico lo que dominó el debate, sino las sospechas lanzadas por Donald Trump sobre cuándo exactamente se supo del cáncer y si la ciudadanía fue informada con la verdad.
Desde hace décadas, la salud de los presidentes de Estados Unidos ha sido tanto un asunto de seguridad nacional como un instrumento político. Franklin D. Roosevelt ocultó en buena parte su parálisis. John F. Kennedy disimuló problemas endocrinos. Ronald Reagan continuó ejerciendo el cargo después de un intento de asesinato que comprometió gravemente su salud. En el caso de Biden, la vejez y su evidente fragilidad han sido centro de ataques desde que asumió la presidencia.
Ahora, el cáncer de próstata —diagnosticado con metástasis óseas, es decir, en fase avanzada— levanta nuevas alarmas: ¿por qué no se detectó en los chequeos médicos anuales? ¿Qué sabían sus médicos, y desde cuándo?
Donald Trump no perdió tiempo en convertir el anuncio en munición electoral. Aunque expresó su pesar por la noticia, insinuó encubrimientos y cuestionó la fiabilidad de los exámenes médicos previos. Trump, que ha convertido la deslegitimación del adversario en marca de su retórica, insinúa que Biden pudo haber gobernado sin plena capacidad física o mental.
En medio de una campaña electoral marcada por la tensión entre la institucionalidad y el populismo, las palabras de Trump —que mezcla compasión con ataque— cumplen una función clara: debilitar aún más la figura del expresidente como alternativa viable al trumpismo, incluso en su rol como líder simbólico del Partido Demócrata.
La respuesta del equipo de Biden fue inmediata: en 2014 se le hizo la última prueba conocida de PSA (antígeno prostático específico), sin hallazgos alarmantes. Pero el hecho de que hayan pasado más de diez años entre pruebas plantea también preguntas válidas sobre el manejo médico en altos funcionarios del Estado.
Más allá de las intenciones políticas, el caso Biden reaviva un debate necesario: ¿existe en EE.UU. un protocolo suficientemente riguroso para la vigilancia de la salud de sus líderes? Y más aún: ¿debe esa información ser completamente pública?
Aunque Biden no busca la reelección —tras ceder el testigo a una nueva generación dentro del partido—, su figura sigue siendo un punto de referencia. Su enfermedad, y la forma en que es tratada en el debate político, refleja también la crisis de representación en la que están sumidos tanto demócratas como republicanos.
La politización de su diagnóstico no es solo una táctica electoral. Es una forma más de evidenciar la erosión de la confianza en las instituciones, incluidos los sistemas de salud y transparencia presidencial.