En un mundo donde las reglas geopolíticas mutan con rapidez, el gesto no solo rompe con décadas de doctrina antiterrorista en Estados Unidos, sino que también marca el retorno de Siria a la escena diplomática internacional, tras años de aislamiento bajo el régimen de Bashar al Asad.
Al Shara es un personaje difícil de encasillar. En sus primeros años, estuvo vinculado a redes islamistas radicales, algo que lo convirtió en objetivo del Departamento de Estado durante la “guerra global contra el terrorismo” posterior al 11-S. Pero tras la caída de El Asad en medio del colapso del Estado sirio, emergió como una figura pragmática: disciplinado en lo militar, hábil en lo político, y —quizá más importante— dispuesto a negociar.
Su ascenso fue meteórico. Combinó una política de mano dura con gestos controlados de apertura, especialmente hacia las potencias regionales como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, que buscaban un interlocutor viable en Damasco. Estados Unidos, al ver el avance de otros actores como Rusia o Irán en la región, apostó por reconfigurar su estrategia: más realismo, menos ideología.
2005-2011: Ahmed al Shara emerge como figura intermedia dentro de redes yihadistas vinculadas al salafismo radical, con entrenamiento en Afganistán e Irak. Su nombre aparece por primera vez en documentos de inteligencia estadounidenses como facilitador logístico.
2011-2016: Con el estallido de la guerra civil en Siria, se distancia de las facciones más extremistas y comienza a construir una red local de apoyo en Alepo y Hama. Aprovecha el colapso institucional para erigirse como líder regional con control territorial.
2017: Forma el Consejo de Unidad Nacional Siria (CUNS), una coalición que incluye antiguos opositores a El Asad, milicias islamistas moderadas y actores tribales. Gana terreno como figura de autoridad funcional en zonas liberadas del norte.
2020-2022: Inicia conversaciones indirectas con Arabia Saudí y Emiratos Árabes, buscando legitimidad y acceso a recursos para reconstrucción. Al mismo tiempo, sus voceros insisten en que “no busca revivir el califato sino reconstruir Siria”.
2023: Trump, fuera de la Casa Blanca pero activo en política exterior paralela, visita el Golfo y mantiene canales abiertos con actores no reconocidos oficialmente. Empieza a promover a Al Shara como “el nuevo rostro del orden sirio”.
Mayo 2025: En una cumbre celebrada en Riad, Trump —en calidad de expresidente y figura con fuerte influencia republicana— se reúne públicamente con Ahmed al Shara. La imagen circula globalmente y sella un momento simbólico: Siria, o al menos una parte de ella, está de vuelta en la mesa de negociación internacional.
Para Trump, el encuentro con Al Shara forma parte de su manual de política exterior: ruptura del protocolo, mensajes directos, y priorización de intereses económicos y estratégicos sobre los alineamientos tradicionales. Siria, con sus recursos y su posición geográfica, se vuelve de nuevo una pieza clave en el equilibrio de poder en Medio Oriente.
El mensaje que deja la reunión es claro: la rehabilitación política es posible, incluso para figuras con pasados incómodos, si logran controlar territorios, estabilizar regiones, y ofrecer garantías mínimas a las potencias occidentales.
La legitimación internacional de Al Shara no implica una transición democrática ni una apertura total. El nuevo líder ha mantenido una política interna autoritaria, aunque menos brutal que la de su predecesor. Ha buscado reconstruir instituciones, abrir canales diplomáticos y, sobre todo, reducir la dependencia de actores como Irán, que había ganado terreno durante la guerra civil.
Pero el desafío principal sigue siendo interno: reconstruir un país devastado, con millones de desplazados, una economía colapsada y una sociedad fracturada. Para eso, necesita inversiones y reconocimiento externo. Y el respaldo —tácito o explícito— de potencias como Estados Unidos y Arabia Saudí es un primer paso.
El ascenso de Al Shara no se puede entender sin leer el momento que vive Oriente Medio:
El caso de Ahmed al Shara ilustra cómo la política internacional está dejando atrás algunas de sus líneas rojas más simbólicas. Lo que ayer era terrorismo, hoy puede ser gobernabilidad. Lo que antes era impensable, ahora se negocia. El dilema no es menor: ¿es este un giro pragmático necesario o una claudicación ética frente a la estabilidad?
Como casi siempre en política exterior, depende de quién mire. Pero el hecho es que Siria está de vuelta en el juego, y Al Shara se ha convertido, para bien o para mal, en el nuevo rostro de ese retorno.
Lo que antes se llamaba “rehabilitación” ahora se llama “normalización funcional”. Para Estados Unidos y sus aliados, aceptar a Al Shara es menos un acto de aprobación moral que un reconocimiento del poder de facto.
El Islam político, el autoritarismo y el liberalismo democrático ya no son categorías útiles. El nuevo orden en Medio Oriente premia el control territorial, la estabilidad relativa y la disposición a negociar. Al Shara marca ese tránsito.
Aceptar a figuras con pasado violento sin procesos de rendición de cuentas puede minar el sistema internacional de justicia y derechos humanos. El mensaje es: si controlas territorio y sabes negociar, serás perdonado.
Siria necesita entre 200.000 y 300.000 millones de dólares para su reconstrucción. Al Shara lo sabe y por eso modula su discurso hacia Occidente. La incógnita es si podrá sostener su coalición interna sin recurrir a represión masiva o clientelismo tribal.
La fotografía de Trump y Ahmed al Shara no cierra el capítulo del conflicto sirio. Abre uno nuevo, menos ideológico, más funcional, pero no necesariamente más justo o sostenible. Siria vuelve al mapa, pero lo hace bajo las reglas de un orden internacional que ya no distingue entre pasado y presente, sino entre utilidad e irrelevancia.