Allí estuvo Vargas Llosa.

A Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936 – Lima, 2025) le fue dado entrar en el Parnaso de la literatura en una lengua que dominó (la española) y en otra en la que no escribió ni un solo libro: la francesa. Novelista laureado, su vida resultó, como la del Martín Romaña de Bryce Echenique, exagerada. Pasó del comunismo al liberalismo militando en ambas ideologías con entusiasmo. Le pegó un puñetazo a García Márquez. Salió con Isabel Preysler con casi 80 años. Su vida misma mereció ser una novela de Vargas Llosa.

Nos deja su legado más valioso: un conjunto de novelas geniales, una lengua española renovada, enriquecida, repujada como el baldaquino de la catedral de cuzco. Es difícil escoger una de ellas, aunque, en mi caso, sería, sin duda, alguna del boom que lo hizo famoso. Tal vez elegiría La ciudad y los perros (1963) o Conversación en la catedral (1969), que contiene esa pregunta que todos los pueblos hispanos nos hemos hecho respecto de nuestros países: «¿En qué momento se había jodido el Perú?».

Hay muchos momentos memorables: la entrega del Príncipe de Asturias de Literatura (1986) y del Cervantes (1994), el discurso del premio Nobel de Literatura —cuando recordó las palabras de su esposa «Mario, para lo único que tú sirves es para escribir»— y la entrada en la Academia Francesa. Sin embargo, yo lo recuerdo —y creo que por mucho tiempo— en la mañana soleada, radiante, inolvidable, en que los catalanes y el resto de españoles —casi un millón de personas— se echaron a la calle para enfrentarse al golpe de Estado de los nacionalistas y defender la unidad de España. Aquel 8 de octubre de 2017 resonó la voz de alguien que, nacido el mismo año que empezó la Guerra Civil Española, había visto —como Chateaubriand— morir y nacer un siglo: «Aquí estamos ciudadanos pacíficos, que creemos en la coexistencia, que creemos en la libertad. Vamos a demostrarles a esos independentistas minoritarios que España es ya un país moderno, un país que ha hecho suya la libertad y que no a va a renunciar a ella por una conjura que quiere retrocederlo a país tercermundista. Esta manifestación supera todo lo que los más optimistas organizadores consideraban. Es una demostración maravillosa de que Barcelona, de que Cataluña, como el resto de España, está por la democracia por la legalidad y por la libertad».

Sabemos bien lo que vino después: la tibieza de Rajoy, la traición de Sánchez, la entrega del Estado atado de pies y manos a los nacionalistas a cambio de unos pocos votos, pero aquellos días de octubre fue la nación española la que se puso en pie y, entre ellos, dígase lo que se quiera, estuvo Vargas Llosa. Sí, lo sé: fue comunista, simpatizó con el castrismo y pasó al relativismo liberal. No importa hoy. Sus biógrafos le harán justicia, pero aquel día Vargas Llosa estuvo donde había que estar.

Hoy este texto lamenta su pérdida y eleva una oración por su alma.

El Objetivo

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